'La caída de los ángeles rebeldes' (1562, detalle), de Pieter Brueghel el Viejo: por su soberbia se alzaron contra Dios y fueron expulsados del Paraíso por los ángeles fieles.
Habrás escuchado, en reiteradas ocasiones, que la soberbia es el peor de los pecados, pero pocas veces te habrán dado una explicación convincente; lo cual te puede haber llevado a pensar que se trata más de una declaración retórica, buenista y biensonante que de una premisa verdadera y bien fundamentada. Así pues, escribo este brevísimo artículo con la intención de ofrecerte un razonamiento teológico claro y conciso; sin rodeos, ni mareos; sin ambages ni circunloquios; sin remilgos ni titubeos.
La soberbia es el peor de los pecados, lisa y llanamente, porque es el que provocó que determinado ángel -de enorme inteligencia y talento- se rebelase contra Dios; en otras palabras, dio lugar al Maligno, causante de todos nuestros pecados. El demonio, además, viendo la perfección humana de Adán y Eva, infundió en ellos el único deseo con el que se puede tentar a unos seres perfectos que no alcanzan la perfección de Dios: éste es el de querer convertirse en Él, anhelo que tiene su razón de ser en el orgullo, en el pecado de soberbia.
Por esta la razón, la soberbia es el pecado que puede arrastrar por los senderos de la perdición a aquellos que, en la jerga popular, “lo hacen todo bien”, véase a quienes atesoran un amplísimo elenco de virtudes. ¿Por qué esto es así? Básicamente, debido a que nos puede llevar a dejar de sentirnos necesitados de la ayuda de Dios, a creernos superiores a los demás, además de a cesar de mostrarnos comprensivos, tiernos y empáticos -véase misericordiosos– con las debilidades del prójimo (un “domperfectito” empalagoso y tiquismiquis no tiende a caracterizarse por su compasión hacia el débil).
De esto se puede inferir con cierta facilidad que la humildad sea la virtud de las virtudes; dado que es aquella que nos permite aceptar con sinceridad el “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5) que brotó directamente de los labios de Jesús. Esto, en palabras del teólogo Jacques Philippe, nos permite practicar “la confianza” y “el abandono” en el Señor; es decir, en que Él puede hacer de nosotros buenos cristianos -e incluso santos- si se lo pedimos con “una fe capaz de mover montañas”; porque, como viene dicho en las Sagradas Escrituras, “te basta mi gracia, pues mi fuerza se hace perfecta en la flaqueza” (2 Co 12, 9).
En resumen, por endebles que seamos, si le pedimos a Dios que nos haga santos con una fe arrolladora, conscientes de que Él es capaz de todo, se acabará cumpliendo dicho anhelo. Sólo es necesario confiar y abandonarnos, ser perseverantes en la oración, cultivar la paciencia y “esperar contra toda esperanza” (Rom 4, 18).
Por todo lo dicho, la soberbia es el peor de los pecados y la humildad, la virtud de las virtudes. Si ansías profundizar en este asunto, te recomiendo leer La paz interior, de Jacques Philippe, o/y acceder a otro de mis artículos, titulado ¿La humildad nos hace más sabios? Los santos y los filósofos responden; en este escrito, abordo tal cuestión con citas de San Pablo, Santo Tomás de Aquino, San Pío de Pietrelcina, Santa Teresa de los Andes y G.K. Chesterton, e incluso con conclusiones de pensadores griegos de la talla de Aristóteles, Sócrates y Pitágoras.